Montiel Castro, García Arista, Pinacho Guendulain, and Bravo Ruiseco: Microbiota: indicador de pertenencia a grupos sociales y la dinámica de inclusión y exclusión social



Introducción: la necesidad de indicadores de exclusión social

La Organización Mundial de la Salud (OMS, 1948) define a ésta como un estado de completo bienestar (físico, mental y social), y no solo como a la ausencia de padecimientos o enfermedades. En este sentido, señala que existen determinantes sociales de la salud (tales como el acceso equitativo a recursos, facultades y derechos) que impactan tanto la capacidad de los sujetos para mantenerse saludables, como su esperanza de vida (WHO, 2016). Por lo anterior, la OMS ha subrayado la necesidad de identificar e implementar indicadores diversos que, combinando medidas objetivas con análisis cualitativos, puedan monitorear y evaluar la exclusión social, capturando su dinámica y aportando evidencia del impacto de ésta sobre la salud (Popay, 2008). Esfuerzos importantes para comprender este determinante de la salud han utilizado tanto métodos cualitativos como cuantitativos. Por un lado, el uso de métodos cualitativos permite comprender los procesos de exclusión social desde la perspectiva de la percepción (subjetiva) de los actores, y de sus prioridades, lo que permite evaluar hacia donde es más conveniente dirigir esfuerzos (Gacitúa- Marió & Wodon, 2001). Por otro lado, el uso de análisis de datos cuantitativos en muestras de tamaño adecuado provee robustez a cualquier conclusión generada, que, sin embargo, puede carecer de información importante sobre el contexto económico, socio-cultural o político (Gacitúa-Marió & Wodon, 2001). Lo anterior sugiere la necesidad de identificar otros indicadores objetivos, que, en la medida de lo posible, no hayan sido tamizados por la experiencia psicológica individual, pero que puedan también ser fácilmente medidos en muestras suficientes de sujetos, con distinto estatus socioeconómico, diferentes estados de salud y diversas culturas. En este contexto, el presente trabajo desea sumar al esfuerzo de identificar índices adecuados para la evaluación de la inclusión y exclusión social. Éste recopila estudios que sugieren que la socialización promueve la homogenización de la microbiota (i.e., la comunidad de microorganismos de un sitio específico, como el intestino) entre distintos sujetos, además de la posibilidad de que la microbiota se diferencie a consecuencia del aislamiento o exclusión social. Por lo tanto, sugiere que medidas de la similitud de la microbiota entre sujetos podrían ser usadas como un índice del proceso de inclusión o exclusión social y de la pertenencia o no de individuos particulares a grupos específicos. Para ello, se comienza por describir las principales concepciones de la Psicología sobre la exclusión social. Posteriormente se identifica la relación entre salud mental y microbiota, describiendo estudios que sugieren que la microbiota tiene roles mediadores en la conducta social. A continuación, con base en estudios empíricos particulares, se sugiere que, estudiando el proceso de homogenización de la microbiota tras el contacto social, así como la posibilidad de que la microbiota se diferencie debido a la exclusión social, podríamos confirmar la utilidad de la microbiota como un novedoso índice de la dinámica misma de socialización, incluyendo procesos de inclusión y exclusión social.

Inclusión y exclusión: la perspectiva psicológica

En tanto concebidos como seres sociales, los individuos experimentan una necesidad de pertenencia, de mantener relaciones armónicas, de ser integrantes de un grupo, y recibir el cariño y afecto de otros individuos (Ibáñez et al., 2016). Abraham Maslow, se refirió a esta necesidad en su propuesta de la pirámide de necesidades del hombre, como un “sentido de pertenencia”, considerándolo una necesidad básica humana. Este sentido de pertenencia, comprende un conjunto de percepciones, valores y voluntades compartidos, que se refleja en las “características, costumbres y manifestaciones culturales que se construyen y mantienen al sentirse como parte de una familia, de un grupo o de una nación” (p.385 Bourdieu, 1980 en Coronado, Moreno & Torres, 2016), constituyendo un factor esencial de la cohesión social (Saraví, 2009). Por su parte, la teoría psicosocial plantea que el sentirse discriminado es un importante generador de estrés con respuestas fisiológicas de larga duración que a su vez incrementan la susceptibilidad a enfermedades, y que sentimientos de minusvalía y auto-desprecio generan cambios a largo plazo en el sistema neuroendocrino (Álvarez, 2009). A los ya excluidos se les atribuye poco valor social, de manera que la exclusión social niega también los derechos humanos fundamentales de las personas (Tamayo, Besoaín, & Rebolledo, 2017). Por el contrario, la inclusión social puede definirse como "la medida en que los individuos... son capaces de participar plenamente en la sociedad y su propio destino" (Warschauer, 2003, p. 8). Debemos señalar que la inclusión social no es directa y simplemente equivalente a la no exclusión. La inclusión va más allá, pues además de atenuar las desventajas, debería producir acciones que promuevan oportunidades de integración (Phipps, 2000). Éstas deberían buscar que los individuos puedan gozar de condiciones de vida similares a las del resto, además de procurar el derecho y la obligación de construir comunidades que valoren la diferencia, basándose en la igualdad (Parrilla, 2002). La exclusión social ha sido estudiada en torno a variables como la pobreza, desigualdad, marginación y características de poblaciones vulnerables, donde la segregación por diversas formas de estigma se hace presente (Wilding, 2009) impidiendo a algunas personas participar plenamente en la sociedad en que viven, pudiendo llegar a generar depresión o incluso el suicidio (Tereucán-Angulo, Briceño-Olivera & Gálvez-Nieto, 2017).

Una metodología relevante surge del campo del análisis de redes sociales. Estas técnicas han ayudado a determinar las condiciones en que las personas son más capaces de generar y conseguir apoyo psicosocial (Almagiá, 2014) donde los individuos comparten emociones y afecto, favoreciendo su bienestar mental físico (Abello & Madariaga, 1999). Particularmente en la adolescencia, la pertenencia a grupos puede ayudar a promover el aprendizaje, la libre expresión de identidad, y principalmente, la consolidación del sentido de pertenencia (Gallego, 2011). Ruvalcaba, Gallegos, Borges y Gónzalez (2017), por ejemplo, encontraron que los adolescentes que pertenecían a grupos artísticos, deportivos y/o scouts reportaron significativamente mayor nivel de inteligencia emocional y resiliencia, observándose que la identidad social por sí misma es capaz de estimular el comportamiento de la contribución a intereses colectivos (Hsien-Tung & Bagozzi, 2014), promoviendo la identidad y la cohesión social. En efecto, la teoría de la identidad social, sugiere que las personas se autodefinen basándose tanto en aspectos personales como sociales, de tal forma que la identidad personal refleja las características distintas de una persona, incluidos rasgos y habilidades, mientras que la identificación social, se refiere a la percepción de sentirse parte de un grupo humano (Scandroglio, López & San José, 2008). A su vez, la satisfacción que genera la pertenencia a un grupo dependerá tanto del estatus del individuo dentro del grupo, como del estatus del grupo en la sociedad en general; Kimble, et al. (2002), afirman que los individuos pueden formar un grupo más o menos bien definido en la medida en que todos o algunos de sus miembros tengan una historia común, influyan en la conducta de otros y convivan e interactúen entre ellos.

Al referirse a la exclusión social en seres humanos, Álvarez (2009) indica que:

Autores como Solar e Irwin (2007) se enfocan en la presencia de factores sociales protectores de la salud, buscando establecer que la estructura social condiciona la posición de las personas en la sociedad, en términos de un acceso desigual a bienes sociales (p. 71).

Lo anterior se ha descrito también como las maneras en que la gente es "…impedida de participar plenamente en las sociedades en las que vive" (Wilding, 2009, p. 161). Tales beneficios debidos a la pertenencia a grupos sociales han sido también identificados en especies no-humanas, donde inclusive el éxito reproductivo puede llegar a ser modificado por la calidad de las relaciones sociales de un organismo o por el apoyo recibido a través de esos vínculos (Silk et al., 2009), auxiliándole, por ejemplo, en la reducción de sus niveles de estrés (Cheney & Seyfarth, 2009). En este contexto, nuestro trabajo se basa en una definición de exclusión social, entendida como las condiciones, donde, debido a una multiplicidad de factores, los individuos encuentran imposibilitado su acceso al “capital social”: la diversa gama de recursos (que pueden ir desde apoyo social a recursos materiales) a los que solo se puede acceder a través de participar en grupos sociales específicos (Castiglione, Van Deth & Wolleb, 2008). Consideramos que el uso de esta definición, basada en la incapacidad de acceder a recursos particulares, nos permite proponer la importancia de definir indicadores de qué sujetos pertenecen o no a ciertos grupos sociales en momentos específicos, para luego investigar por qué ciertos sujetos sí, y otros no, han tenido la posibilidad de acceder a ciertos recursos, y el impacto sobre la salud que ello les pudo haber generado.

Microbiota y salud

Los microorganismos se encuentran en casi cualquier ecosistema del planeta tierra: no hay ningún hábitat que presente macroorganismos sin albergar a su vez microorganismos (Madigan, Martinko, Dunlap & Clark, 2009). Las poblaciones de microorganismos derivan de una única célula, y diferentes poblaciones de microorganismos pueden asociarse en comunidades, en diferentes medios o hábitats; desde el suelo o el agua hasta casi cualquier superficie del cuerpo de un macroorganismo (Madigan, Martinko, Dunlap & Clark, 2009). Si bien la importancia de una comunidad residente de microorganismos dentro del cuerpo humano había sido ya propuesta por Louis Pasteur hace más de un siglo (Sears, 2005), hoy se sugiere que la cantidad de microorganismos que se alojan dentro de nuestro cuerpo, podría ser muchas veces mayor que el número de nuestras propias células. Este interés, en concordancia con el moderno desarrollo de las técnicas de la Biología molecular, ha dado pie a sugerir que (i) los humanos pueden considerarse un “supra-organismo” compuesto de células microbianas y humanas; (ii) los genes humanos son superados por aquellos de esos microorganismos, que, en conjunto, llamamos el “microbioma”; (iii) algunas de nuestras características metabólicas podrían ser una combinación de rasgos humanos y microbianos; (iv) algunos rasgos presentes en humanos tal vez no habrían evolucionado sin la interacción con los genes de estos endosimbiontes (Turnbaugh et al., 2007).

En décadas pasadas surgió un gran interés por el ecosistema microbiológico del intestino, relacionándolo con diferentes aspectos de la salud humana. Se identificó una relación entre la microbiota (i.e., la comunidad de microorganismos alojados en un sitio específico, por ejemplo, la boca) y aflicciones importantes en la salud de sujetos de las sociedades modernas, como obesidad, diabetes, síndrome de colon irritable e inclusive autismo (Desbonnet et al., 2014). Ello impulsó un importante desarrollo de investigaciones sobre las interacciones entre ecología microbiana, fisiología animal y humana (Willing, 2011) sugiriendo, por ejemplo, que la microbiota podría tener un rol como modificadora de la conducta normal y patológica (Cryan, 2016), aun en el ser humano (Cryan & Dinan, 2012).

Microbiota y bases biológicas de la sociabilidad

A pesar del mencionado interés en la relación entre microbiota y salud humana, la interacción continua y prolongada entre otros animales y los microorganismos alojados en ellos (i.e., sus “endosimbiontes”), a través de periodos largos de tiempo (Freeman, Herron, Hodin, Miner & Sidor, 2007) ha sido relativamente poco atendida, inclusive a la luz de la posibilidad de que tal interacción diera lugar a adaptaciones cruciales para la supervivencia individual, como el sistema inmune (Lee & Mazmanian, 2010). En el mismo sentido, una idea interesante y reciente sugiere que el delicado balance entre los costos y beneficios debidos a la sociabilidad y aspectos de la salud individual puede también depender de la estrecha relación entre un organismo complejo y sus endosimbiontes (Lombardo, 2008). El alto grado de interdependencia encontrado en grupos sociales estables sugiere que la efectividad del grupo como una unidad en sí misma, tiene una influencia directa sobre la adecuación de cada uno de sus miembros (Neuberg & Cottrell, 2008). Si las interacciones sociales entre sujetos, que mantienen al grupo como una unidad funcional, contribuyen a aumentar la supervivencia y/o éxito reproductivo individual, entonces, el identificar a los diversos miembros de un grupo, mantener relaciones sociales fuertes y asegurar la cohesión interna del grupo serán procesos a través de los cuales los individuos podrán incrementar su adecuación biológica (Dunbar & Shultz, 2010). Cuando los recursos ambientales son pocos, se encuentran dispersos o en fragmentos, la sociabilidad suele verse restringida (Schwitzer, Glatt, Nekaris & Ganzhorn, 2011). Por lo tanto, las decisiones de cuándo, dónde, y con quién asociarse, para compartir o competir por recursos resultan de suma importancia. Sin embargo, las sociedades no suelen ser agrupaciones homogéneas en las que todos sus miembros tengan acceso a los mismos recursos, tanto ambientales como sociales. Por un lado, la definición misma de sociedad conformada por hasta 10 propiedades particulares (Wilson, 1980), sugiere que algunos sujetos pueden tener roles sociales distintos en tanto, siendo de la misma especie, se organicen de manera cooperativa, con comunicación recíproca que se extienda más allá del apareamiento (Wilson, 1980). Por otro lado, podrémos encontrar que los “grupos” pueden formarse por “cualquier conjunto de organismos pertenecientes a la misma especie, que permanecen juntos durante un periodo de tiempo, mientras interactúan entre sí en un grado superior distintivo que con otros organismos de la misma especie (Wilson, 1980, p. 603).”

Recientemente se ha sugerido que la microbiota podría a su vez influir en aspectos tan relevantes como la conducta y la vida social del hospedero, incluyendo influencias en procesos de identificación de parejas reproductivas; distinción entre parientes y no parientes; o la determinación de qué sujetos pertenecen o no a un grupo social específico (Archie & Theis, 2011). En este sentido, resalta la propuesta de Lombardo (2008) que sugiere que una de las funciones adaptativas de la conducta social podría ser el permitir el intercambio de microorganismos endosimbiontes benéficos entre sujetos. Si la transmisión de microorganismos fuese uno de los beneficios de la sociabilidad, tal transmisión debería verse facilitada conforme los vínculos sociales entre sujetos fueran más fuertes, y dificultada donde se utilicen sistemas de elección de socios cooperativos más complejos o excluyentes. Una manera de comprobar los argumentos anteriores sería a través de probar empíricamente la hipótesis de que la similitud de las comunidades microbianas entre individuos será mayor conforme la fuerza de sus vínculos sociales y/o su grado de cohesión social sea también mayor (Montiel-Castro, González-Cervantes, Bravo-Ruiseco & Pacheco-López, 2013). Esta alternativa incluye la importante posibilidad, de que, conforme las relaciones sociales se desarrollen; conforme dos o más individuos incrementen la fuerza de sus vínculos sociales; o conforme un sujeto logre su inclusión en un grupo particular; la microbiota de todos los participantes en el proceso de inclusión o integración al grupo se torne más homogénea. De ser así, tal proceso podría ser interpretado como un índice biológico de la dinámica misma de socialización.

Microbiota, inclusión social y pertenencia a grupos

Madigan, Martinko, Dunlap y Clark, (2009), proponen que la abundancia y diversidad (la proporción encontrada de cada especie, y el número total de especies en un hábitat particular) de los microorganismos puede ser a su vez medida tanto en diferentes macroorganismos, como en distintos sitios específicos en cada uno de estos sujetos (i.e., correspondientes a diferentes hábitats, aún en el mismo organismo). Esto nos permite evaluar los procesos que promueven la homogenización de la microbiota a través del tiempo, así como las variables que influyen en este proceso. Tanto la riqueza como la abundancia de microorganismos puede variar de acuerdo a recursos y condiciones específicas (temperatura, pH, entre otras) de su hábitat (Madigan, Martinko, Dunlap y Clark, 2009), así como a factores extrínsecos que afectan a los organismos hospederos, por lo que procesos de colonización y extinción de microorganismos modifican constantemente la microbiota prevalente en cada sujeto (McCord et al., 2014). Así pues, existen algunas investigaciones que en nuestra opinión proveen la evidencia empírica más clara para sugerir que la similitud de la microbiota entre sujetos está en gran proporción determinada por la dinámica y patrones de interacción social, y que, por lo tanto, puede ser utilizada como un índice práctico de la pertenencia a un grupo. Por ejemplo, las bolsas inguinales de conejos salvajes (Oryctolagus cuniculus) contienen microorganismos como Staphylococcus aureus, Candida kruzei, Bacillus subtilis, Escherichia coli, y Streptococcus faecalis, así como ácidos grasos volátiles distintivos que crean una firma odorífera particular. En estos conejos, cuando a machos de un grupo ´A´ se les untaban las secreciones inguinales de machos de un grupo ´B´ y se les colocaba en el territorio de su propio grupo, los sujetos ´A´ que llevaban las secreciones falsas de los ´B´ eran atacados, sugiriendo que esas secreciones facilitaban de alguna forma la identificación de individuos que pertenecían, o no, a grupos sociales específicos (Merritt, Goodrich, Hesterman, & Mykytowycz, 1982). Podríamos esperar que situaciones similares podrían ocurrir en el contexto humano, al estudiar posibles correlaciones entre patrones o tradiciones culturales específicas y la similitud de la microbiota (Benezra et al., 2012).

El apareamiento representa otra conducta en la cual los patógenos pueden encontrar una vía directa de transferencia entre sujetos, lo que ha dado lugar a proponer que la promiscuidad puede aumentar la variedad de patógenos adquiridos (Freeland, 1976). Un estudio relevante determinó que en lagartos comunes (Zootoca vivipara) las hembras que se apareaban con la mayor cantidad de machos tenían una mayor diversidad de especies microbianas en su cloaca (White, Richard, Massot, & Meylan, 2011). En otro caso, en un estudio con pinzones cebra (Taeniopygia guttata), se identificó que bacterias inoculadas experimentalmente en la cloaca y en las plumas de algunos individuos eran después encontradas en otros sujetos que no las habían recibido, probablemente tras acicalar las plumas de los inoculados. Otro estudio en aves (White et al., 2010) determinó que (i) la microbiota era mucho más similar entre miembros de parejas reproductivas que entre individuos cualquiera tomados al azar del mismo grupo al que pertenecían las parejas reproductivas; ii) al bloquear experimentalmente el contacto cloacal directo entre los miembros de esas parejas reproductivas, la similitud de las microbiotas era mucho menor.

Un contacto directo apreciado por muchos seres humanos son los besos, donde el contacto íntimo entre la boca, lengua y mucosas de dos individuos permite el intercambio de microbiota de la cavidad oral. A este respecto, Kort et al. (2014) investigaron la transferencia de la microbiota de la boca humana a otro a través del beso íntimo. Entre sus resultados, determinaron que a) en contraste con sujetos seleccionados al azar, las parejas tenían microbiotas más similares, y b) midiendo la transmisión de un probiótico de un sujeto al otro, que por cada beso de 10 segundos se intercambiaban un promedio de 80,000,000 de microorganismos. En este caso, la microbiota actuaría no solo como un indicador estático más del grado de afiliación entre sujetos, sino probablemente como un indicador fisiológico “transmisible”, que podría entonces reflejar la dinámica subyacente durante el proceso mismo de socialización. A largo plazo, según mencionan los autores antes citados, el intercambio constante de microbiota, a través del beso íntimo, hace que las parejas emocionales mantengan microbiotas similares, cuya similitud es mantenida por la frecuencia de los besos intercambiados. Lo anterior sugiere 1) que la homogenización de la microbiota de la piel puede ser rápida; 2) que, de romperse la relación emocional entre sujetos, reduciendo así la frecuencia de besos intercambiados, la microbiota de sujetos que antes compartían un estrecho vínculo socio-afectivo, podría tornarse distinta.

En el corto plazo, al parecer, la microbiota de la piel puede tornarse más homogénea tan solo después del contacto físico. Por ejemplo, durante actividades deportivas. Meadow Bateman, Herkert, O’Connor y Green (2013), analizaron la microbiota de jugadores de torneos de patinaje sobre ruedas, determinando que la microbiota de la piel se hacía más similar entre jugadores de equipos distintos tan solo después de cada ronda de un encuentro de patinaje. El segundo caso es el estudio de Yatsunenko et al. (2012), quienes analizaron la microbiota fecal de grupos familiares, con resultados que sugirieron que: (a) la microbiota de gemelo monocigóticos no era significativamente más similar entre sí que aquella de gemelos dicigóticos; (b) no había diferencias significativas en el grado de similitud entre la microbiota de madres o padres y sus hijos; (c) miembros de parejas sexuales -no relacionados genéticamente- pero viviendo bajo el mismo techo, tenían microbiotas significativamente más similares entre sí que a aquellas de miembros de otros hogares. Lo anterior parece sugerir que la convivencia continua, más que los lazos de parentesco genético, puede dar lugar a similitudes en la microbiota registrada en distintos sujetos, por lo que la microbiota podría ser utilizada como un índice del proceso de socialización o inclusión al grupo social. Otro estudio interesante es el de Lax et al. (2014) quienes, durante 6 semanas, obtuvieron muestras microbiológicas de la piel de seres humanos y de las superficies de sus hogares, incluyendo a tres familias que cambiaron de residencia dentro de ese periodo. Sus resultados indican que la microbiota de la piel de los habitantes está presente en las superficies de sus casas, mientras que los datos de las familias que se mudaron sugirieron que los microbios de su piel se hacían rápidamente presentes en sus hogares una vez que ellos se asentaban. Otra aportación más determinó que los miembros de una misma familia que viven bajo el mismo techo, y con perros como mascotas, comparten una mayor proporción de microbiota: entre ellos, y entre ellos y sus perros, comparados con sus parientes genéticos o “políticos” (i.e., familiares sin parentesco genético) que vivían en hogares distintos y sin perros (Song et al., 2013). Esto sugiere que las mascotas jugaban un rol central como vectores de transmisión y homogenización de la microbiota entre los miembros de un grupo familiar. Lo anterior, aunado a la posibilidad de que los perros como mascota sirvan como fuentes importantes de apoyo social, con beneficios psicológicos y físicos para sus dueños (McConnell et al., 2011).

En otro ejemplo comparativo en dos grupos de babuinos (Papio sp.) en libertad, Tung et al., (2015) pudieron determinar que (aun tras controlar el efecto de los patrones de parentesco y de dietas y ambientes similares) la pertenencia a un grupo y los patrones de acicalamiento social eran los mejores predictores de la similitud de la microbiota intestinal registrada entre distintos individuos. Tras secuenciar los genomas de los endosimbiontes encontrados en la microbiota intestinal (extraídos de sus heces) de 48 sujetos de los dos grupos de babuinos, los autores compararon los patrones de redes sociales construidas con base en el acicalamiento contra la similitud de la microbiota hallada en diferentes sujetos. Así determinaron que las microbiotas intestinales de ambos grupos eran significativamente distintas aun cuando los sujetos de ambos grupos consumían dietas muy similares (resultado del solapamiento de sus territorios). Considerando que el acicalamiento es la principal forma de interacción social entre babuinos, que ésta no es una especie caracterizada por coprofagia, y que ellos no suelen acicalar a miembros de otros grupos sociales, los resultados de Tung et al., (2015) sugieren que: a) la membresía a uno de los dos grupos sociales es el mejor predictor de la composición característica encontrada en la microbiota, esto es, que individuos de grupos diferentes tienen comunidades microbianas fácilmente distinguibles, de manera que los individuos pueden ser asignados a su grupo de forma confiable al conocer su microbiota; b) que es poco probable que las diferencias de la composición de la microbiota entre grupos fueran explicadas por diferencias dietéticas, dado que la similitud de los recursos encontrados en los dos diferentes territorios era alta; c) las redes sociales construidas a partir de los patrones de interacción vía el acicalamiento social predecían bien la composición de la microbiota intestinal de cada grupo; d) las especies de bacterias intestinales que mejor son explicadas por el acicalamiento pertenecen a grupos de bacterias anaeróbicas, no formadoras de esporas, y por lo tanto, con poca capacidad de “vida libre”.

Microbiota e indicadores de exclusión social

La exclusión social es particularmente padecida por grupos vulnerables, incluyendo jóvenes, personas con capacidades diferentes, aquellas que abusan de substancias, inmigrantes, adultos mayores y miembros de grupos culturales o raciales distintos (Fernández-Gavira, Huete-García, & Velez-Colón, 2017). Desgraciadamente, desde hace varias décadas se reconoce que los sujetos con menor participación en redes sociales y con vínculos sociales débiles tienen tasas de mortandad significativamente mayores (Aiello, 2017). Sin embargo, la relación entre microbiota e indicadores de exclusión social ha sido hasta ahora aún menos investigada empíricamente que aquella que la sugiere como un probable indicador de inclusión o pertenencia a grupos. Desde nuestro punto de vista, esto no hace más que apoyar la necesidad de investigar esta posibilidad. Afortunadamente, la bibliografía disponible nos permite hacer algunas sugerencias que deberían de abonar a nuestro argumento. Desde una perspectiva ecológica, por ejemplo, los sujetos pueden ser incapaces de acceder de los recursos de un grupo social debido a barreras geográficas o distancia interindividual. Considerando a los macroorganismos como hábitats colonizados por comunidades microbianas, aquellos individuos encontrados en ambientes distintos o geográficamente aislados entre si deberían de presentar comunidades microbianas distintas y poco diversas (Amato, 2013). Asimismo, los individuos solitarios, con pocas y débiles relaciones sociales, deberían de presentar poca similitud con las comunidades microbianas de otros sujetos, aun en hábitats similares (Ezenwa et al., 2016). El estrés social puede facilitar la translocación de bacterias en el huésped vía una mayor permeabilidad del epitelio intestinal, siendo uno de los más relevantes modificadores de la microbiota al promover alteraciones en ésta (Grenham et al., 2011). En monos Rhesus, por ejemplo, la separación entre madre y cría puede alterar significativamente la microbiota intestinal, incrementando la vulnerabilidad a enfermedades (Bailey & Coe, 1999). Tanto en otras especies como en el ser humano la agresión acompaña frecuentemente a la exclusión social. En efecto, al explorar alteraciones en la microbiota, así como cambios conductuales debidos al estrés en modelos murinos, experimentos basados en interacciones agresivas, señalaron una asociación entre el perfil microbiano y déficits en la conducta social (Bharwani et al., 2016). La asociación entre la conducta social y la microbiota intestinal ha sido particularmente estudiada en ratones experimentalmente manipulados para carecer de microorganismos, encontrando afectaciones en el desarrollo de la cognición social similares a los síntomas de autismo en humanos (Bharwani et al., 2016). El autismo es un padecimiento neurodegenerativo caracterizado por la presencia de conductas repetitivas y estereotipadas, acompañadas de una discapacidad para desarrollar interacciones sociales normales; debido a la relación entre los padecimientos gastrointestinales observados en personas con síntomas de autismo, se ha sugerido que tales problemas pueden estar asociados a una composición anormal de la microbiota intestinal (Cryan & Dinan, 2012). A su vez, los cambios en la composición de la microbiota intestinal asociados al autismo sugieren que ésta juega un rol en los procesos sociales (Amato, 2016). Una forma más de exclusión es la percibida por ancianos en la forma de aislamiento social. Sin embargo, existe al menos un trabajo que sugiere que aquellos adultos mayores que conviven más con sus comunidades presentan microbiotas que son de hecho más similares a las de personas más jóvenes (Kinross & Nicholson, 2012). Finalmente, la Teoría de los valores y la sociabilidad basada en el estrés- parasitario (Thornhill & Fincher, 2014), sugiere que los seres humanos cuentan con un sistema inmune comportamental basado en respuestas cognitivo- conductuales cuya función es evitar el contagio de enfermedades infecciosas (Schaller & Duncan, 2007). Estas respuestas pueden ir desde emociones primarias como el asco a valores y conductas enfocados en la determinación de aquellos individuos que pertenecen o no al grupo, al igual que el desarrollo de prejuicios hacia personas percibidas como poco saludables, incluyendo personas obesas, sumamente delgadas o discapacitadas (Thornhill & Fincher, 2014). Todo ello parecería proveer fundamentos para una explicación biológica de fenómenos como la exclusión social y el estigma, factible de ser relacionada con el vínculo propuesto entre sociabilidad y microbiota.

Conclusiones

Si bien el análisis molecular implicado en la identificación de la diversidad de la microbiota puede aún considerarse complejo y costoso, nuestra propuesta ofrece la ventaja de que, como en otros casos, la presencia de algunas divisiones bacterianas (i.e., Fila), o alguno(s) de sus metabolitos pudieran ser también asociados a otros padecimientos importantes para la salud mental, por ejemplo, el Alzheimer (Hill et al., 2014). Así pues, en conclusión, nuestra propuesta sugiere continuar ampliando la gama de estudios empíricos que proponen al estudio del microbioma como un índice de la pertenencia a, o exclusión de, grupos sociales específicos. Como una importante aportación de nuestra revisión, debemos subrayar la posibilidad de que, al medir la similitud de la microbiota entre sujetos distintos durante el proceso mismo de inclusión o exclusión de un grupo social, sea posible obtener un índice de la dinámica de estos procesos. Tales esfuerzos prometen resultados interesantes que podrían dar lugar a la generación de indicadores confiables del proceso mismo de socialización, aplicables tanto a seres humanos como a otras especies.

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